Anchorage al Sur

 

Cuando Alootook llegó a la esquina, se convenció. ¡Era ésa! ¡Sin ninguna duda! ¿Qué otra esquina podría ser sino?, si allí estaban, resplandeciendo a la luz de la luna: el taller, el depósito y la sucursal del banco.

Había pasado por allí muchísimas veces, pero nunca había reparado en ese rincón suburbano hasta que escuchó el tango o, más precisamente, hasta que empezó a entender su significado.

Alootook sonrió satisfecho. No hacía todavía un año que había dejado las heladas costas del Artico, habitadas desde tiempos inmemoriales por su pueblo, los inuit*, y ya estaba en condiciones de percibir los pulsos más sutiles que latían bajo la piel de la ciudad.

Se había marchado de su hogar, igual que tantos jóvenes lo hacen, en la búsqueda de nuevas experiencias, pero para él fue mucho más que eso. Fue una revelación. Apenas puso un pie en Anchorage supo que aquel sería su lugar en el mundo. No se trató del mero deslumbramiento que provocan las grandes metrópolis en el provinciano recién llegado. En este caso, fue un sentimiento profundo, perdurable... y mutuo. Alootook amó a esa ciudad como a una prolongación natural de la geografía blanca de su historia y la ciudad le retribuyó, abriéndole sus puertas con inmediata generosidad. El primer día consiguió un cuarto en un económico albergue municipal y, el segundo, un empleo en la mayor envasadora de pescados de la región.

Al cabo de unos meses su identidad con Anchorage se había afianzado y Alootook recorría sus calles y avenidas con la familiaridad del que siempre ha vivido allí. Sin embargo, comenzó a advertir que eso no era suficiente. Anchorage era la ciudad más importante de Alaska y le ofrecía estímulos que él no estaba en condiciones de asimilar. Fue entonces que sintió la necesidad de progresar y se inscribió en un programa de educación para adultos.

El único curso disponible, en aquel momento, era el de español. Y, eso, fue providencial.

Las lecciones empezaron bajo el signo de la adversidad. La profesora de español, una panameña que nunca logró habituarse al clima de Anchorage, plantó a sus alumnos una hora antes del inicio de clases y regresó al trópico de donde, según sus propias palabras, nunca debió marcharse.

Lo intempestivo de esa deserción provocó una severa crisis en las autoridades del programa. No contaban con otro profesor de español, pero era una tradición que los cursos comenzaran en los días y horarios previstos, y nadie quería ser el primero en quebrantarla. La solución provino del sector más inesperado: el departamento de educación física. Hiroyi Oshihara, un instructor de artes marciales recién llegado del Japón, afirmó que, por ser un fervoroso aficionado al tango (género que goza de una arraigada popularidad en su país), poseía aceptables conocimientos del castellano. Al menos eso fue lo que se le entendió porque Hiroyi tampoco dominaba el inglés, idioma oficial de Alaska. Ése fue el otro hecho providencial.

Dado el carácter cosmopolita de Anchorage, cuya población proviene, en gran medida, de diversas partes del mundo, a Alootook no le llamó la atención que su profesor de español fuese japonés. Lo que sí le llamó la atención, en cambio, fue su presentación. Tras saludar con una sobria reverencia a sus nuevos alumnos, Hiroyi Oshihara encendió el equipo de música portátil que traía y sólo dijo una palabra:

—¡Tango...!

Alootook nunca había escuchado un tango, pero el exótico sonido de los bandoneones y la cadencia de sus compases lo hechizaron de inmediato. Se trataba de “Sur”, en la versión de la orquesta típica de Katsumoto Nakumara, una de las más antiguas de Japón, y la incomparable voz de Nariko Takama.

La técnica del flamante profesor de castellano era novedosa. Consistía en hacerles escuchar a sus alumnos, reiterada y sistemáticamente, esa única grabación y en explicarles, con gestos y mímicas, el significado de los versos. Sólo en muy raras ocasiones accedía a traducirles una palabra al inglés. Algunos adjudicaban semejante rigurosidad a las exigencias didácticas del método, otros, a la sospecha de que su desconocimiento del inglés era mayor de lo que se suponía.

Lo cierto fue que, promediando la segunda semana, el ausentismo había reducido la clase a menos de un tercio. Alootook, sin embargo, fue de los pocos que perseveraron. Y tuvo su recompensa. Esa misma tarde, hacía apenas un par de horas, algo había sucedido. Fue de repente, al repetir una de las líneas que tanto había escuchado y que, por fuerza, conocía de memoria:

“... Nostalgias de las cosas que han pasado...”

Sólo que, esta vez, a diferencia de las anteriores... ¡entendió...!

Y, en un instante, todo tuvo sentido. Un montón de ideas estallaron en su cabeza porque comprendió, además, que nada había sido casual. Ni el tango, ni la letra, ni el poeta... No estaban hablando de historias ni de lugares extraños o ajenos. Estaban hablando de algo que él conocía. De sus cosas y sus nostalgias. ¡Esa era la clave!

Luego fue imposible contener el fluir de la mente. En rápida cascada, otros versos, enlazados con sus evocaciones más íntimas, develaron sus secretos como un rompecabezas que empieza a adquirir forma.

“... y un perfume de yuyos y de alfalfa
que me llena de nuevo el corazón...”

Era cierto que todavía le faltaban muchas palabras, pero ¿qué importaba que no conociese el significado de “yuyos” o de “alfalfa” si había entendido el resto? Por otra parte, no era tan difícil deducirlas. Porque si de nostalgia se trata, ¿qué otro perfume le llena a uno el corazón, más que el de la grasa de foca ardiendo una tarde de primavera en el iglú o el suave aroma del salmón recién pescado? ¿Acaso pudo haber pensado en otra cosa Manzi, el poeta?

El círculo de hechos providenciales empezaba a cerrarse. Para completarlo, sólo faltaba un detalle. El escenario:

“... La esquina del herrero...”

Y salió en su búsqueda apenas concluyó la clase.

Ahora, que la había encontrado, el círculo terminó de cerrarse. Manzi, japonés o no, había vivido en Anchorage y, esa esquina, al Sur del Polo Norte, era la demostración.

“Sur, paredón y después...
Sur, una luz de almacén...
Ya nunca me verás como me vieras
recostado en la vidriera
y esperándote...”

Alootook se detuvo bajo el cartel luminoso del almacén de suministros industriales, miró el paredón de la sucursal del First National Bank of Alaska y la antigua herrería de trineos de los Watson Brothers. Luego, entornó los párpados e imaginó el rostro de la bellísima Qaniit, su primera novia, detrás de una ventana. Y al fin, recostado en la vidriera, como si la esperase, se dejó acariciar por el helado viento nocturno.

 

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* Inuit: nombre que se da a sí mismo el pueblo conocido como Esquimal.

 

 

Este cuento, junto con otros escritos por Adela Basch, Marcelo Birmajer, Oche Califa, Lucía Laragione y Graciela Repún, integra el libro digital "Manzi para chicos" editado por la Secretaría de Cultura de la Nación.

La ilustración fue realizada por Jimena Tello y la edición por Natalia Silberleib.